La verdad es que no topé con
Bradbury en ese momento. Años atrás leí Fahrenheit
451; una novela que hace sentir bien al lector por dos motivos: según
devora las páginas se siente libre y, además, poseedor de un tesoro, el libro,
que le incluye en la élite romántica de los portadores del saber humano. Recuerdo,
además, que vi a Ray Bradbury en una serie de televisión, que resultó ser The Ray Bradbury Theater. Aparecía al
final del capítulo, rodeado de chismes y libros viejos, con una camisa clara,
el pelo blanco, entrado en carnes, sonriente y explicando alguna cosa.
Crónicas
marcianas
lo tenía en casa. Hacía unos años que se lo había comprado a mi compañera, una
tarde en Fnac, para acompañar a mi libro de Thomas Harris titulado El dragón rojo (que me encantó). Ella no
pudo con Crónicas, pobre, porque no
Publicado en Imperio Futura el 14.III.2009
es su tipo de novela. Sí el mío. Lo devoré. Algún crítico advertía que no se
trataba de un relato, sino de un conjunto de narraciones cortas que Bradbury
había pegado. Se equivocan. El vínculo entre los mismos es muy fuerte.
Ray Bradbury es uno de esos
autores que difícilmente podría encajar entre esos lectores y críticos que
exigen una estricta pulcritud científica. Y menos entre los que dicen que la ciencia-ficción
literaria está en peligro porque la tecnología “del futuro” ya está aquí, a
nuestro lado, impidiendo que el lector busque el “sentido de la maravilla” en
la lectura. Crónicas marcianas no
aguantaría un repaso científico pero consigue transmitir lo más importante de
la ciencia-ficción: la capacidad para imaginar escenarios posibles. Bradbury no
es ingeniero, ni astrofísico o informático, ni siquiera uno de esos biólogos
que inventan thrillers sobre células madre. La creatividad en la ciencia-ficción
no va ligada a la especialidad universitaria, sino a hábitos, inclinaciones y
trabajo, mucho trabajo diario.
Crónicas
marcianas
contiene, además, un componente especial de la ciencia-ficción que lo distingue
de otras temáticas, y es la posibilidad de filosofar sobre el Hombre, su
naturaleza y su posición en el Universo. Esto lo hace Bradbury a la perfección,
porque el hilo conductor de la obra es ese precisamente, el indagar sobre las
debilidades y grandezas humanas, la psicología del individuo y el efecto del
hombre en su entorno. Por esta razón no importa que el Marte de Bradbury no
exista en la realidad, que en lugar de un lugar habitable en el que sus habitantes
hablan cualquier lengua humana, sea un planeta inhóspito con restos de agua.
El retrato que hace del hombre es
tan certero, en todos sus defectos, que es una obra atemporal. El tratamiento
de la normalidad y de la relatividad cultural, tan apreciados por los
occidentales, es excepcional. El cuento del hombre que emplea su vida en llenar
el desértico Marte de árboles terráqueos es aleccionador. Cualquiera vería con
buenos ojos las intenciones de aquel individuo que quería convertir el
árido paisaje marciano en un vergel, especialmente en una época en la que el
ecologismo se ha convertido en una religión laica. Sin embargo, en cuanto se ve
desde otro punto de vista, el marciano, la conclusión es otra: el hombre
violenta el paisaje natural a su conveniencia particular, sin orden ni control,
sin respeto. Aquello dejaría de ser Marte para ser… ¿qué? Claro que es un Marte muy distinto del de Edgar Rice Burroughs o Leigh Brackett. La novela me gustó
tanto que decidí proseguir con obras que tuvieran un fundamento filosófico, y
me sumergí en Stanislaw Lem.
Para ahondar en la obra me bajé la serie Crónicas marcianas, protagonizada por
Rock Hudson, con el screenplay de
Richard Matheson. La serie está conseguida, con las libertades propias que ha
de tomarse el medio televisivo, pero fiel especialmente al espíritu de la obra
de Bradbury. No os perdáis ni la novela –en el remoto caso de que no la hayas
degustado ya- ni la serie.
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