(de nuevo, desde los primeros números de la Revista Planetas Prohibidos, seguimos recuperando trabajos)

Idea para un cuento

Texto: Juan Manuel Valitutti
Ilustración: Komixmaster (Rodolfo Valenzuela)

a H.G.W

            —...Bien, llegamos a la última pregunta.
            —¿La última?
            —Así es.
            —¿Y luego, usted...?
            —Me marcharé, sí. Tengo que hacerlo alguna vez, ¿no le parece?
            —Sí, supongo que sí. Bueno, ¿cuál es la pregunta?
            —¿Cómo se le ocurre la idea para un cuento?
            —¡Ah, eso! No lo sé exactamente. Puede ser cualquier cosa: una imagen en una revista, una palabra leída al azar en un libro... Algunas veces he soñado la trama entera de un cuento. ¿Sabe? Yo siempre recuerdo los sueños. En fin, una circunstancia cualquiera puede ser propicia, como si el cuento mismo nos esperara a la vuelta de la esquina... Nada extraordinario, ¿no lo cree?
            Los dos hombres, entrevistador y entrevistado, se sostuvieron la mirada por encima del escritorio que los separaba.
            Un reloj de chimenea se deshizo en las notas de su carrillón.
            —¿Es todo?  —inquirió el entrevistador.
            —Sí —contestó el entrevistado.
            —Muy bien, Salvatore Nicoletti —dijo con parsimonia el entrevistador—. Entonces, hemos terminado.
            Nicoletti se sintió torpe, no sabía qué hacer.
            —Ahora que lo pienso —amagó—, no he observado que usted utilizara alguna clase de... dispositivo de almacenamiento, durante el desarrollo de la entrevista.
            —No se requiere. Contamos con micro-implantes de archivo en determinados puntos del cuerpo que nos garantizan un trabajo más holgado, al tiempo que evitan que el entrevistado se cohíba. No se preocupe, me llevo el registro de su voz e imagen completo.
            El entrevistador echó la silla para atrás y se puso en pie. Se separó unos pasos del escritorio y colocó un pequeño dispositivo, del tamaño de un botón, sobre el entarimado de pinotea. Lo presionó con la punta de su zapato, y un espectro lumínico oval, de una consistencia lechosa, se materializó ante él.
            —Se va por donde vino —dijo Nicoletti, por decir algo.
            El entrevistador se volvió a medias.
            —Así parece, Salvatore Nicoletti.
            —¡Si me habré llevado el susto de mi vida hace unas horas cuando lo vi a usted emerger de ese ovoide! —Nicoletti quería sonar risueño, pero el tono delataba su ansiedad—. ¿Quiere... algo? ¿Quiere un vaso con agua? Ya sabe: para el viaje.
            —No es necesario —dijo el entrevistador—. Cuando cruce el umbral estaré en el living de mi casa, a un paso de servirme un buen Cabernet cosecha 2113. ¡Buen año, créame!
            —Sí, claro... —Nicoletti se mordió el labio, gesto que lo acompañaba con cada reflexión—. ¿Y luego? ¿Visitará a otros escritores?
            —Lo haré —dijo el entrevistador, al tiempo que consultaba una pequeña libreta transparente de notas—. ¡Claro que lo haré!
            —¿Puedo saber quién es el próximo?
            —No veo por qué no —dijo el entrevistador—: Se trata del señor Herbert Georges Wells.
            —¡Oh! —Salvatore Nicoletti enmudeció. ¿En serio pensaban que era tan importante, hasta el punto de anteponerlo al enorme Wells? Tenía treintaicinco años y una prominente carrera como escritor, pero, ¿era para tanto? 

            Y, sin embargo, este hombre, este “viajero del tiempo”, había atravesado los años hasta llegar a él, con el objetivo de entrevistarlo. Y otro tanto haría luego: viajaría al pasado, a uno y otro siglo, llevando a cabo su labor: ¡Entrevistar a los grandes hacedores de la Literatura Universal!



Nicoletti se levantó y se acercó al visitante del futuro.

            —¡Oiga, tempodista! ¿Me aceptaría una copa de oporto?
            El entrevistador se desentendió del tempo-portal.
            —¿Tempodista? —sonrió—. ¿No se cansa de los neologismos, Salvatore Nicoletti?
            —¡Bah! Ya sabe de sobra cómo soy, ¿no? —El escritor se aclaró la garganta—. ¡Oiga! ¿Sabe que usted y su... profesión son un excelente tema para un cuento?
            —Lo sé perfectamente, Salvatore Nicoletti —dijo el entrevistador—. De hecho, yo mismo me he transformado en la idea para su próximo cuento, el cual ya he leído, claro está.
             Nicoletti abrió mucho los ojos ante tal revelación.
            —¿No me diga? ¿Qué le parece? —Se dirigió al bar y llenó dos copas con el oporto. Le tendió una al viajero—. ¡Por los viajes transtemporales! —dijo, y alzó su copa.
            —Sí —festejó el tempodista, haciendo lo propio—, por los viajes...
            Ambos bebieron.
            —¿Otra vuelta? —inquirió el improvisado anfitrión, al terminar.
            —¿Le parece prudente, Salvatore Nicoletti?
            —¡Ah, qué diablos! ¿Acaso cree que se meterá en problemas? —Nicoletti vertió el oporto de la segunda vuelta y, al tiempo que chocaban las copas, brindó—: ¡Por el condenado hijo de perra de Wells!
            —¡Sí, por el buen Herbert! —festejó el tempodista.
            Empinaron el codo.
            —Debo marcharme —dijo, finalmente, el viajero. Depositó la copa sobre un anaquel y le tendió la mano al entrevistado—. Fue un honor y un verdadero placer, Salvatore Nicoletti.
            —¡Una pregunta! —Nicoletti retuvo la mano del entrevistador—. ¿Por qué me llama por mi nombre y apellido completos? ¿Una costumbre de su época?
            —Para nada —sonrió el viajero—. Es algo personal. Algo bastante egoísta, si me permite. Una forma... de apropiación, creo yo. Supongo que es lógico que usted piense que los viajes por el tiempo representan una experiencia insuperable. Algo así como la madre de todas las experiencias. Bueno, créame, tiende a tornarse tedioso... Pero, en cambio, darse el lujo de conocer... —El tempodista se interrumpió, y observó la expresión concentrada de Nicoletti—. Es decir, tener el gusto de conocer en persona... a un héroe de la infancia, hablar con él, asegurarle una vida casi inmortal, más allá de la que le otorgarán sus magníficos libros y, luego, cuando uno se va, estrecharle la mano fuertemente...  —El apretón de manos se renovó—. Así, ¿entiende? En fin, Salvatore Nicoletti, ¡este encuentro sí que fue para mí la madre de todas las experiencias!
            El tempodista se apartó del entrevistado y encaró el ovoide de pulsantes destellos ambarinos.  
            —¡Tengo otra pregunta! —soltó Nicoletti.
            El viajero se volvió.
            —Diga.
            —¿Cómo se llama usted? —Nicoletti se sorprendió ante su propio requerimiento—. ¿Se da cuenta de que no se ha presentado?
            En ese momento, el reloj de la chimenea se deshilvanó en la media-hora del carrillón. Las sombras se adensaron en el cuarto, como si el cielo estrellado girara en torno a un nuevo y aceitado eje. Una vela, sobre el escritorio, enseñaba el monstruo de su escultura fundida.
            —Los viajeros del tiempo no tenemos nombre, Salvatore Nicoletti —dijo el tempodista, y le palmeó el hombro al escritor—. ¡Adiós!
            —¡Hasta otro momento, viajero! —se despidió el entrevistado.
            El viajero del tiempo cruzó el umbral ovalado. La superficie blanquecina emitió destellantes oscilaciones y desapareció enroscada en un espiral de luz.
            Nicoletti quedó solo en medio del cuarto.
            —¡Caray! —exhaló. Se volvió y clavó la mirada pensativa sobre el reloj de la chimenea—. “Los viajeros del tiempo no tenemos nombre...” —rememoró.
            Se dirigió entonces al anaquel donde el tempodista había dejado su copa. Buscó entre los libros y retiró un viejo ejemplar: La Máquina del Tiempo, de Herbert Georges Wells. Lo revisó a vuelo de pájaro, repasando las crujientes páginas. “¿Cuántas veces lo has leído, tonto?”, se dijo. “¿Y nunca, hasta hoy, habías notado que el protagonista de Wells no tiene nombre?”
            Cerró el libro, y se mordió el labio.
            Posó la vista sobre su máquina de escribir y se sentó ante ella. Colocó una hoja en el rodillo, pensó un minuto, se volcó sobre las teclas y escribió:
Idea para un cuento
Salvatore Nicoletti

            Nicoletti leyó lo que había escrito, y se mordió el labio nuevamente.
            Había algo que no estaba bien... No era de los que dedicaban cuentos, pero en esta ocasión...
            Volvió a mirar la página, y tecleó algo más. Leyó:
Idea para un cuento
Salvatore Nicoletti

a H.G.W
            Nicoletti sonrió. “Ahora está mejor”, se dijo.
            Y permaneció toda la noche dando retoques al borrador de su futuro cuento.

Publicado por J. J. Arnau suscribirse a los artículos de J. Javier Arnau: Hay dos momentos claves que marcan su vida; la visión de La Guerra de las Galaxias, y la lectura de El Señor de los Anillos. Bueno, y Galáctica, y Doctor Who, y Asimov, Clarke, Orson Scott Card, Lovecrafft, Poe, Robert Howard, y Star Trek, Espacio 1999, El Planeta de los Simios (la serie),… el rock duro y el heavy metal. De vez en cuando, para desintoxicarse, se mete unas dosis de novela histórica (imaginando un escenario fantástico…). En fin, que ha tenido una vida muy marcada. Y así ha acabado, claro, ¿qué se podía esperar? (Blogs: Por Si Acaso: Previniendo Desastres, Delirios Varios, Currículum Literario)

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