(de Revista Planetas Prohibidos 2)
AMARILLO
Texto: Roberto Redondo
Ilustración: Pedro Belushi
Tengo miedo de volver a coger el metro. Mierda. Creí que ya lo tenía superado. Ha pasado mucho tiempo. Hasta el recuerdo empezaba ya a difuminarse, lento, pero lo hacía. Y aunque el rincón delator de mi cabeza siempre hiciera sonar las alarmas, cada vez conseguía mantenerlas más tiempo anuladas.
Y al rincón… arrinconado.
Mierda.
Es inevitable. Tengo que subir a ese vagón. Me lo ha dicho el doctor Leader. Yo creo que se equivoca. Deberíamos haber esperado un poco más. Ya no quedaba mucho para ver convertida la memoria en pesadilla…
Pero se ha empeñado.
Y yo siempre hago caso al doctor Leader.
Va a ser poca cosa. Un trayecto corto. Subiré en Calidier y me apearé en Durúball. Tres paradas. Cinco minutos. Nada.
Pero da igual; los fantasmas regresan a marchas forzadas. Mierda.
Lo pienso muchas veces. No es que yo fuera demasiado débil; les aseguro que cualquiera también se habría vuelto loco después de ver aquello. Eso sí, en mi favor debo señalar que a la explicación de los hechos dada por Fact-Elbart jamás le di el menor crédito; sólo me habría faltado tener en cuenta las ridículas teorías de otro demente.
Pero no, no quiero rememorarlo. Si lo hago perderé otra vez el control de mi cordura. Me ahogaré. Joder, mierda.
Me levanté tranquilo esa mañana. Más de lo normal. Habían pasado trece días desde que Lienna me dejara. Comenzaba a ver el mundo en orden otra vez. Graarl y Triara habían ya levantado el cerco protector en torno a mí que tanto había agradecido. Desde luego mis padres biológicos no se habrían portado conmigo mejor que lo que ellos lo hacían, esa cuestión la tuve clara desde que, con cinco años, adquirí conciencia de mi condición de adoptado desde los dos.
Sólo les faltaba, para ser perfectos, que algún día me regalasen aunque fuera un solo dato relativo a mis orígenes.
Pero… mierda. Estábamos con otra cosa.
Salí a la calle y la lluvia me brindó su saludo matutino. No la había esperado. Era demasiado temprano para subir persianas y la temporada demasiado cálida como para ser propicia al aguacero. No dejé que afectara a mis ánimos. Mucho esfuerzo puesto en juego para verlo arruinado por algo tan circunstancial como el agua cayente del cielo.
Me lancé a la calle sin paraguas y avancé lo más rápido posible, saltando entre charco y charco. La gente a mi alrededor hacía lo mismo, pero por el rabillo del ojo intuí que la mayoría sí portaba el útil artículo “antilluvia”.
No tardé en llegar a la estación. Enseguida me puse a cubierto. Validé mi billete y, allí sí, levanté la vista por primera vez de manera fugaz. Si no hubiera estado ridículamente entretenido en sacudirme el agua de la ropa quizá me habría percatado entonces de algún detalle que me pusiera sobre aviso en relación a lo que se avecinaba.
Pero estaba demasiado ocupado en mis pequeñas cosas, como siempre suele pasarme.
Una vez en el andén volví a mirar a mi alrededor. Allí estaba la primera pista, y sin embargo yo no supe trasladarla a las zonas de mi cerebro donde a esa hora se desarrollaba la actividad consciente.
Nunca he sido muy avispado, esa es la verdad.
Todos mis transitorios y efímeros compañeros de condición, las personas que me rodeaban tanto en mi propio andén como en el de enfrente me ocultaban sus rostros de la más variada de las formas. Unos sencillamente me daban la espalda; otros inclinaban la cabeza mientras leían el periódico, algún libro…; otros cuantos escondían los ojos bajo el ala ancha de sus mojados sombreros. Unos pocos más lo hacían tras el velo de sus párpados, acaso simulando el sueño.
Como digo, en aquel momento no advertí nada anormal en aquella visión. Sólo lo acabé relacionando tiempo después, en una de las múltiples charlas que mantuve con el doctor Leader durante mi estancia en el psiquiátrico.
El convoy entró en la estación a velocidad decreciente, cubrió el apeadero y se detuvo por completo. Recuerdo haber buscado el rostro del maquinista al pasar a mi lado —es sólo otra más de mis extrañas costumbres—. El hombre miraba también hacia abajo, supuse que concentrado en el manejo de los mandos que presidían su puesto.
La apertura hidráulica atronó y las puertas se abrieron, como fauces de león hambriento. Me introduje y me dirigí raudo hacia uno de los escasos sitios libres que a esa hora y en mi parada se suelen encontrar. Nada pasaba allí dentro que se saliera de lo normal. Lo único destacable era la misma situación que se había dado en el interior de la estación: ninguno de los demás viajeros me cedía la oportunidad de atisbar su rostro, disimuladamente ocultos a mi visión merced a un sinfín de artimañas, aunque ninguna de ellas se desmarcara de los límites que determina lo corriente.
Por lo que yo me mantenía en mi permanente estado de ausencia.
No sé cuánto tiempo había pasado. Creo que no habían sido más de cuatro o cinco paradas.
Fue entonces cuando los vi.
Eran los ojos. Los ojos de la persona que tenía sentada frente a mí. No puedo decir si era hombre o mujer. Ya no había individuo, sólo había… ojos.
Eran enormes, lo inundaban todo y, esta vez sí, me miraban. Me miraban a mí y sólo a mí. Lo hacían sin pestañear. En realidad aquellos ojos parecían no haber pestañeado en su vida. Eran amarillos, de ese onírico color que en todo momento ha tiranizado mis sueños. Odio el amarillo, siempre lo he odiado. Toda la vida lo he relacionado con el mal fario, mucho más desde la muerte de mi amiga Santura a manos de un psicópata oculto bajo un chubasquero… amarillo.
En un principio no me asusté. Era tal el magnetismo con que aquella mirada me atrapaba que no fui capaz de pensar ni de sentir ninguna otra cosa. La opción era saltar dentro de ese nuevo universo o salir corriendo hacia la nada.
Tomada mi decisión fue cuando al fin el terror anidó en mi alma. No podía escapar. Quise levantarme, desviar la mirada. Me fue imposible. Me hallaba atado a aquellas dos esferas implacables que pronunciaban mi nombre con voz silente, pero de alguna manera embriagadora. Con un atisbo de entendimiento residual lo advertí: no eran sólo los ojos delante de los míos los que extendían sus redes maléficas; todos los demás sujetos presentes en el vagón también dirigían sus turbias y amarillentas miradas hacia mi persona.
La realidad entera conspiraba contra mí.
Así que salté. No tuve otro remedio. De un potente brinco me adentré en el Amarillo.
Era un paisaje de terror. Una tierra yerma e inhóspita en la que reinaban dos soles negros, tan enormes e inabarcables como la mismísima muerte. Quise dirigirme hacia ellos. Parecían la única tabla de salvación entre tanta opresión ambarina. Sin embargo no era posible alcanzarlos. Estaban ahí, a unos pasos, pero no había manera de avanzar. Mis pies habían quedado aferrados a un suelo tan plasmático como ondulante. Al modo de las arenas movedizas fui introduciéndome en el abismo. La atmósfera era pegajosa, ardía. No había signos de vida, tan sólo la espantosa certeza de que una presencia maldita se empeñaba en absorber mi cuerpo y mi espíritu. La grumosa sustancia me cubría ya hasta la cintura.
Quise gritar, pedir ayuda.
Pero la voz se me ahogaba en la garganta.
Cuando comencé a estar seguro de que el fin estaba próximo, fue cuando lo vi.
Un ente amorfo y amarillo se acercaba a mí desde la incomprensible distancia. No supe si caminaba, si volaba o era simplemente que avanzaba buceando en mitad de unas aguas sinuosas y adhesivas.
Lo único seguro era que cada vez estaba más cerca.
Paralizado ahora también por el pánico, quise entrever algún rasgo definitorio en aquella imagen móvil. Impensable. Pronto advertí que su propia figura cambiaba de forma como barro amasado por manos invisibles. No era posible adjudicarle parecido alguno con criatura o sustancia conocidas.
Pero algo me dijo con meridiana claridad que era a mí a quien aquel organismo buscaba. Y que no lo hacía con ánimos amigables también era evidente.
Al fin has venido, escuché en mi mente aunque no fuera una voz lo que hablara.