De nuevo, recuperando material de nuestra revista Planetas Prohibidos, en este caso del número dos,con el relato de Juan José Tena, ilustrado por Pedro Belushi, "En la red". Que lo disfrutéis.
EN LA RED
Texto: Juan José Tena
Ilustración: Pedro Belushi
Se llamaba Antonio y en su tiempo fue un abogado de cierto renombre. Trabajaba horas y horas en el bufete, tenía unos ingresos por encima de la media, un coche de alta gama, piso, apartamento en la playa, una mujer de familia bien y dos hijos. Un pilar de la comunidad, relacionado con gente importante de aquella ciudad a la orilla del mar, que jugó incluso con la posibilidad de dedicarse a la política. Pero aquello fue hace años, en otra vida ya. El propio Antonio cada vez recordaba menos aquellos tiempos. La bebida, que siempre había estado en su rutina diaria junto al café de la mañana, en las comidas de trabajo, en la copita al cerrar el bufete, había terminado dominándolo. Perdió el trabajo, la familia, la casa, todo. Se hundió en un pozo, agarrado a la botella como única brújula de sus días.
Esa noche bebía sin tregua, acurrucado en un portal, un vino peleón que goteaba por su barbilla, cubierto por mantas andrajosas, ya a punto de lograr que la bruma del alcohol nublara su mente y pasara un día más en el camino hacia la muerte y el olvido. Recostado en el portal, sumido en el estupor etílico que le ayudaba a soportar el frío vislumbró una mancha negra reptando por el suelo. No tenía miedo pero le costó centrar su atención. A la luz de la farola vio como la mancha se aproximaba cada vez más. Intentó enfocar la mirada de nuevo y poco a poco la imagen tomó forma en su cerebro. Una araña. La más grande que había visto nunca, a escasos centímetros ya de su manta. Antonio no se preocupaba ya por la higiene, y le era indiferente la mugre y estar rodeado de cucarachas, pero sentía una aversión instintiva hacia las arañas. Bicho asqueroso, bicho asqueroso, repetía mentalmente mientras se levantaba trabajosamente y reunía las fuerzas suficientes para aplastar de un pisotón a la araña, que quedó esclafada en el portal, agitando sus patas en la agonía final. Antonio recordaba haber leído hace poco en un periódico que encontró tirado en el suelo que un niño del barrio había muerto por la picadura de una araña. Se trataba de una mascota exótica que había sido abandonada y había logrado sobrevivir en la ciudad. Bichos asquerosos se dijo Antonio una vez más.
Volvió a recostarse y siguió bebiendo del brick. Comenzaron a caer algunas gotas, al principio de forma tímida, poco a poco la lluvia fue cogiendo fuerza hasta convertirse en un chaparrón torrencial. Asco de noche, asco de vida, pensó Antonio mientras se refugiaba en el vino buscando que el sueño llegara en medio de la humedad, el frío y la miseria. Cuando por fin logró dormirse no notó nada, no oyó nada, no sintió nada, nada en absoluto.
Su despertar fue lento, trabajoso, agónico, abandonando la placidez de la inconsciencia en un parto violento hacia la realidad. Paulatinamente logró fijar su mirada y recuperar la lucidez. Se encontraba en un lugar que no conocía. Estaba tumbado sobre el suelo, en un piso lleno de suciedad y cochambre, iluminado por la débil luz de una bombilla. Notaba el frío hasta en los huesos pero estaba seco, señal de que había dormido bajo techo, a resguardo de la tormenta que golpeaba con violencia los cristales de las ventanas del piso. Una de ellas no encajaba bien y por ella entraban corrientes de aire gélido. La temperatura allí dentro debía de superar por muy poco los cero grados. La basura se acumulaba formando columnas a lo largo del piso, y una densa capa de polvo cubría el suelo. El olor era indescriptible incluso para un veterano de la calle como él.
Mareado y confuso comenzó a incorporarse. ¿Qué hacía allí y cómo había llegado a ese piso? se preguntó. Fijándose mejor vio las extrañas huellas irregulares que se marcaban en la capa de polvo. No entendía nada y la situación no le daba buena espina. Dudó entre pedir en voz alta explicaciones o simplemente largarse. Notaba sus nervios de punta. En ese momento apareció el hombre. Joven, corpulento, desplazándose con movimientos veloces y flexibles, de forma engañosamente fácil. Iba vestido de negro y tenía la cabeza rapada y las cejas completamente depiladas. Sus labios eran finos y enmarcaban una boca muy pequeña que le daba una expresión cruel. Los ojos eran profundamente negros, y mirarlos era como sumergirse en un pozo de oscuridad donde todas las esperanzas morían. Su piel era extremadamente pálida como si su cuerpo estuviera desprovisto de sangre. El olor que había notado anteriormente era ahora mucho más intenso, salía del cuerpo del hombre en oleadas, pútrido, nauseabundo. Antonio inconscientemente comenzó a retroceder. No sabía quien era ese tipo, ni quería saberlo. Fue el extraño el que comenzó a hablar, con una voz débil y temblorosa, susurrante, extrañamente cargada de amenazas.
-Caballero, lo vi indispuesto en ese portal e intuí que se encontraba en dificultades. Soy un ser caritativo y no podía dejarlo allí abandonado, así que lo traje a mi humilde hogar. Espero que se encuentre bien. Me daba miedo que le pasara algo -dijo, pronunciando con exagerada lentitud y una sonrisa escalofriante esas últimas palabras.
-Muchas gracias, se lo agradezco, pero tengo que volver a mi sitio, no sea que me roben mis cosas. Me marcho -dijo Antonio con voz temblorosa mientras hacía ademán de avanzar hacia la puerta.
-Ha sido un placer. Pero espérese. Le puedo dar dinero para comprar ropa o vino, lo que quiera.
La oferta del vino paralizó durante un instante a Antonio. Necesitaba vino. Cuando bebiera dejaría de sentirse mal. Pero no se fiaba de ese tipo. Incluso con sus sentidos embotados se daba cuenta que la situación no era normal.
-Me tengo que ir -dijo mientras llegaba casi a la altura del extraño.
-También le puedo dar de comer -dijo abriendo la boca de forma imposible hasta desencajar sus mandíbulas. Decenas y decenas de arañas negras, con grandes patas que se movían sin cesar empezaron a surgir de la garganta. Bajaron por el cuello y comenzaron a llenar el piso, avanzando hacia Antonio como un río negro y grotesco. Aterrorizado intentó rebasar al monstruo, que de un simple empujón lo derribó. Rodó por el suelo intentando librarse de los cientos de arañas que empezaban a cubrirle entrándole por la ropa. Algunos de los animales logró aplastarlos mientras intentaba zafarse de esa ola negra que amenazaba con devorarlo.
La tormenta seguía arreciando y el ruido de los truenos ahogaba los gritos de pánico y terror de Antonio. La luz de la bombilla desapareció. Sólo el resplandor de los relámpagos iluminaba la escena de pesadilla en la que estaba inmerso. El tipo de cabeza rapada se colocó encima de Antonio, lo inmovilizó con sus brazos de hercúleos y comenzó a envolverlo con una sustancia parecida a un tejido sumamente resistente. Pronto comenzó a sentir una sensación pegajosa que lo paralizaba, no podía respirar, no veía nada, sólo esa enloquecedora opresión, sordo, ciego, mudo. Intentaba quitarse de encima esos filamentos que lo apresaban, y pese a debatirse desesperadamente no lo consiguió. Estaba inmóvil e indefenso, tirado en el suelo como un fardo. Ya no podía ver a su agresor, pero como único alivio a la locura que lo dominaba dejó de sentir las patas de las arañas correteando por su cuerpo. El hombre de negro agarró el bulto informe bajo la tela en que se había convertido Antonio y lo arrastró por el suelo hasta otra habitación. Usando sus músculos de acero alzó en vilo a Antonio y lo colgó de un gancho. Con sus dedos horriblemente pálidos hurgó en la tela y abrió una minúscula rendija, insuficiente para romper el asfixiante corsé que lo aprisionaba pero sí bastante para que Antonio pudiera ver donde estaba.