Un nuevo relato, desde la Revista Planetas Prohibidos #2:
EL CAFÉ DE MEDIA TARDE
Texto: GuajaRs (Daniel Guajardo)
Ilustración: J. Antonio Marchán
Bajamos al Starbucks que está en la esquina de en frente, anhelando los placeres del café a esa hora de la tarde en que la modorra se instala sobre nuestros hombros. Es un rito diario que no podemos eludir. Armando ríe de un chiste que todavía no logra contar completo y Magnolia empolva su nariz frente al espejo del ascensor. Yo me acomodo la mascarilla para ocultar mi sonrisa permanente.
Fuera del local un indigente nos observa pasar con sus ojos desorbitados y la boca sin labios abierta y jadeante. Hago que mis compañeros de oficina entren primero, sin perder de vista al zombi, y cierro la puerta tras de mí. El indigente continúa con su mirada ansiosa hasta que alguien más pasa frente al local y le hace perder su interés en nosotros.
—Hay un zombi hambriento ahí afuera —digo al aire y veo a varios zombis en el interior del local, con sus mascarillas abajo y bebiendo despreocupados sus cafés con ayuda de bombillas. Me miran un segundo, se encogen de hombros y siguen en sus conversaciones llenas de chasquidos y gorjeos.
—Ya llamamos al escuadrón hace cinco minutos —dice una chica regordeta y sonriente detrás del mostrador—. ¿Qué desea beber hoy, don Samuel?
Ella sabe mi nombre, rayos. Por más que lo intento no puedo recordar el suyo. Lo tiene anotado en una chapita sobre su corazón. Amanda.
—Hola Amanda, quiero un cortado grande y agrega chips de carne y médula por favor.
La joven asiente y completa mi pedido en su terminal. Armando, que sigue riendo de su chiste inconcluso, pide un mocaccino y Magnolia un chocolate con crema, mirando cada cinco segundos sobre su hombro al indigente que ahora nos observa desde el ventanal con su boca horrenda pegada contra el vidrio.
—Su cara me es familiar —dice ella entornando los ojos—. Si lo imagino con labios y sin barba, se parece a Mario Sparrow...
—¿El que descubrió la cura? —dice Armando acercándose al ventanal, indiferente al peligro—. El pobre ya se había comido a su esposa cuando descubrió la solución al problema. Por suerte no alcanzó a comerse al niño…
—Le comió un brazo —dice Magnolia, contrariada—. Y así y todo le dieron el Nobel, no digo que no lo mereciera, pero el tipo atendía una ferretería. El hijo lo demandó, pero eso quedó en nada después de la amnistía.
—Hay un rumor que dice que fue él quien inventó el virus —digo y todos en el local me miran—, pero es sólo un rumor. También dicen que alguien tuvo sexo con un cadáver... cosas que inventa la gente.
Armando regresa al mesón cuando llega su café. Magnolia recibe el suyo y yo me quito la mascarilla para saborear el mío. Pido una bombilla y un babero, porque no importa cuánto cuidado ponga en tragar, siempre se cae algo.
—Este tipo parece que está en la etapa cuatro —comenta alguien a nuestra espalda, refiriéndose al indigente que ahora camina hacia la puerta para ingresar al local—. ¿Lo dejamos entrar?
Es obvio lo que va a ocurrir. Si realmente está en la etapa cuatro de la infección, ya perdió su capacidad de controlar el hambre y pronto saltará sobre cualquiera. La toxina liberada por el virus Z en su cerebro excede el límite y si no se le trata pronto, sus células gliares morirán, en algunas semanas todo su sistema nervioso correrá la misma suerte y en el intertanto atacará cualquier cosa viva para saciar un hambre que no puede ser saciada.
Voy hacia la puerta y en vez de trancar el pestillo, la abro y le entrego mi café. Los trozos de cadáver humano y médula ósea importados de China, o tal vez de la India, esparcidos sobre la crema como chips de chocolate, inmediatamente llaman su atención. Me mira, recibe el café y comienza a engullir, perdiendo más de la mitad del brebaje que se escurre por su pecho.
—Bien pensado —dice la misma persona que nos alertara antes. Le miro y veo a nuestro jefe, Máximo Jacinto, tan alto como yo, de ojos hundidos en un rostro marcado por cicatrices de rasguños. A diferencia de muchos zombis, él mantiene sus labios intactos. En la desesperación de la primera hambre durante la epidemia, prefirió comerse el exceso de pellejo y grasa que le colgaba del estómago antes que perder la capacidad de besar a su mujer, un romántico incluso en el atardecer del Apocalipsis. Su familia le acompañó a pesar de todo, incluso su esposa estuvo dispuesta a donarle los meñiques cuando se acabara el pellejo, pero no fue necesario. Sparrow había encontrado la solución luego que intentara suicidarse con picadas de arañas que deambulaban en su ferretería. El veneno, en vez de matarle, actuó sobre su sistema nervioso contrarrestando la toxina del virus Z, le devolvió la cordura y disminuyó su hambre. La noticia se difundió en menos de un día, aunque la cura no llegó a tiempo a algunos rincones del planeta donde no tienen el mismo tipo de arañas ponzoñosas.
—Hola jefecito —digo y estrecho su mano. Me coloco la mascarilla y hago un gesto a Magnolia y Armando para que se acerquen.
—Déjame que te invite una crema de médula, debes estar hambriento —bromea Máximo y todos reímos. Es el jefe—. Escuché lo que decían antes. No se parece en nada a Sparrow, él se suicidó hace años. Míralo, recogiendo lo que cayó al suelo. Pasar hambre es una sensación tremenda, seas zombi o no. Y él parece que no recibe su vacuna desde hace un buen rato.
En ese momento llega un furgón blanco frente al local. Se abren sus puertas y de él descienden dos zombis corpulentos, cubiertos con armaduras y con varas electrificadas en sus manos. El indigente los ve y el pánico se refleja en su rostro. Levanta las manos y se acerca al vehículo voluntariamente, sube y se sienta. Un enfermero, también vestido con armadura, le toma una muestra de sangre y la analiza en la computadora. En menos de un minuto se quita el casco y le da una palmada al indigente en el brazo, sonriendo. Lo despide con una barra de carne y grasa.
—Me siento culpable —digo y es la verdad—. Pensé que nos quería comer.
Armando se ríe de mí, estoy seguro que se reirá por horas. Y Magnolia ajusta su escote, sonriendo siempre con ese gesto somnoliento que usa para conquistar. Máximo le sonríe de vuelta y desde mi lugar privilegiado veo que hace girar la argolla de matrimonio en su dedo.
Salimos los cuatro del local. El indigente me mira con sus ojos tranquilos y me hace un gesto con la mano mientras mastica lentamente su premio. Le devuelvo el gesto y me marcho cabizbajo, paladeando la crema de médula que me invitó el jefe. Es el producto más caro.
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