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Presentamos otro texto, extraído del número 1 de Planetas Prohibidos; en esta ocasión, un relato escrito por magnus Dagon, e ilustrado por J. A . Marchan.


La pared acristalada 

Texto: Magnus Dagon
Ilustración: J. A Marchan

¿Cómo lo han hecho?, se preguntaba una y otra vez. ¿Cómo lo han conseguido? Esas preguntas estaban siempre presentes en su mente, como un mantra incansable que no parecía dispuesto a dejarle descansar. Se sentó en una esquina y se rió lentamente. Era una risa tenebrosa, en nada alegre, que ponía los pelos de punta. Sin embargo no sonaba en modo alguno maligna. Sonaba a desesperación, a intento por encontrar la gracia a una situación insostenible.
            No voy a mirar, se dijo. Esta vez no. Pero miró. Como todas las veces anteriores. Al fin y al cabo no había mucho más que mirar. Estaba encerrado en una celda prismática, de unos seis por tres por tres metros, aislada de todo sonido exterior. Las paredes eran lisas, planas, sin ninguna rugosidad, sin ninguna tubería, ninguna puerta, ningún acceso. Nada. Todas eran de color azul cielo, al igual que las paredes y el techo, salvo una de ellas, que era transparente. Cuando la vio por primera vez pensó que al otro lado habría montones de ellos, montones de esas cosas escudriñándole, observándole como a un bicho raro, un sorprendente especimen que radiografiar de arriba abajo. Pero no fue así.
Al otro lado estaba su casa.

Razonó que era imposible que la hubieran podido reproducir con tanta exactitud. Y entonces, dentro de su casa, se vio a sí mismo. La lógica perdió todo sentido. Se veía entrar, moverse de un lado para otro nervioso, alterado, como esperando algo. De repente comprendió que estaba viendo un recuerdo de su pasado, algo que ya había ocurrido antes. Algo que no querría volver a ver jamás. Allí estaba ella, igual de hermosa que siempre, entrando tal y como lo hizo aquel día, de manera lenta y triste, sabiendo que algo tenía que cambiar. Él sabía que algo iba mal, llevaba tiempo notándolo, pero no quería decir nada, no quería romper el espejismo en que estaba viviendo, perder al ser que más había amado jamás. Ella era consciente de lo que él sentía, pero su decisión era irrevocable: se iba. Él empezó a rogar, a pedir una segunda oportunidad. Pronto los ruegos se convirtieron en súplicas y éstos en rencores. Discutieron durante horas. Se envenenaron con las palabras que dijeron, se odiaron el uno al otro pero sobre todo se odiaron a sí mismos por haber llegado a ese extremo. Finalmente, ella decidió marcharse para no volver jamás.
            Presenciar de nuevo esa escena vulneró su autoestima, tal y como, suponía, ellos pretendían. Sabía que aquello era un intento por minarle psíquicamente, por hacerle sentir inútil y fracasado, sin fuerza de voluntad. Y en cierto modo, para su desgracia, lo iban a conseguir.

            El cansancio pudo con él y se quedó dormido en el suelo. Cuando despertó dentro de la celda había un plato con comida. No sabía muy bien de dónde provenía, pero no la iba a hacer ascos. Mientras se levantaba miró la pared acristalada. Era la misma escena que el día anterior. Se repetía de nuevo exacta, gesto a gesto, y aunque no podía oírles sabía que pronunciaban las mismas palabras. Al día siguiente volvió a ocurrir lo mismo. Se dio cuenta, desesperanzado, de que no podría librarse de aquel recuerdo en tanto estuviera encerrado allí. Tal vez se acostumbraría, tal vez lo acabase ignorando como un autómata, quizás lo peor que sacaría de todo aquello sería una cierta insensibilidad, carencia de sentimientos. Tal vez sería así.
            No fue así.

¿Cuántas veces lo habré visto?, pensó mucho tiempo después. Llegó a la conclusión de que miles. Había visto el peor día de su vida repetirse miles de veces ante sí. Era una tortura. No cabía ninguna duda. No podía ser de otra manera. Sin embargo no tenía sentido que lo fuera. Se tortura a un prisionero con una finalidad, que confiese un crimen, que delate a otro, pero nunca le pidieron nada. De hecho desde que entró ahí no había visto a nadie, a nadie salvo a ella, discutiendo una y otra vez con él, reprochándole su frialdad, su falta de cariño. No, no discute contigo, razonó. Eso ya pasó. Tratan de enajenarte, de volverte loco.
            Loco.

            A su mente vino otro recuerdo. La primera vez que oyó que seres de las estrellas habían establecido contacto no pudo creerlo. Siempre le pareció una patraña, una falacia tal posibilidad. Debido a eso fue de los que más se maravilló cuando vio las naves aterrizar, lentas, sigilosas, dando a entender que aunque los acontecimientos avanzasen con calma lo harían de modo irreversible. Sintió miedo a lo desconocido, a ver cosas que nunca antes se habían visto, cosas increíbles, cosas terribles. Una punzada de desconfianza le recorría, le hizo recelar desde el principio. Las dificultades del idioma complicaron las relaciones, las hicieron lentas, complejas, cuidadosas, medidas con precisión total. Los visitantes dieron a entender que eran exploradores, que sólo querían catalogar nuevos mundos y que a cambio ofrecían toda su ciencia y conocimiento. Sin embargo algo no encajaba, eran demasiado altruistas, demasiado omnipotentes, demasiado perfectos.
            Pasó el tiempo y vinieron más naves. La acogida fue buena, pero tras esas llegaron más, y más, y más. Los más listos supieron darse cuenta pronto de lo que ocurría, que a pesar de su avanzada tecnología carecían de planeta propio, tal vez destruido por una guerra entre los suyos. Un sector de la población, en el que él encajaba, se mostró hostil y dispuesto a defender el planeta, conscientes de que se preparaba una inminente invasión. Y entonces las relaciones y buenas maneras dieron paso a las armas. Sin embargo los invasores estaban mejor preparados. Tal vez se debía a que su desesperación les hacía fuertes y no tenían nada que perder. Iniciaron una persecución de todo elemento contrario a ellos y su dominio. Fue entonces cuando le cogieron. Había dejado su casa —la misma que terminó por aborrecer con todas sus fuerzas— para huir lejos, esconderse en zonas de difícil acceso. Pensó que tenía que haber algún grupo de resistencia, un movimiento antiopresor, pero no encontró nada, aunque ellos sí le encontraron. Le llevaron a una de las nuevas ciudades que estaban levantando y le sedaron. Cuando despertó se encontraba en aquel cubículo de pesadilla.

            Llegado un punto deseó ardientemente morir. Envidió a todos aquellos que sucumbieron en las primeras oleadas, la mayoría sin saberlo, contentos, felices, ignorantes de lo que venía encima. Pensó qué habría sido de ella. Tal vez fue una de los que cayeron. Tal vez huyó y se puso a salvo. La envidió también, porque sea lo que fuere que la pasara no podía ser peor que aquello. Nada podía ser peor que aquello. Nada.
            Me han arrebatado la vida, me han arrebatado la existencia, pensó.
            No voy a mirar.
            No voy a mirar.
            Pero miró. Y se maldijo una vez más.

            Estuvo planteándose la mejor manera de morir, la menos dolorosa. Había oído que la muerte por inanición era horrenda, lenta y agónica, por lo que la desechó. Podía matarse a base de golpes, pero no tenía con qué. El plato no era lo suficientemente contundente, y estaba demasiado débil como para lanzarse contra las paredes. Hasta la muerte le habían quitado. Si le habían quitado la vida y la muerte, ¿dónde le dejaba eso? ¿Qué era lo que le quedaba?
            Poco a poco comenzó a olvidar que aquel lugar que veía siempre a través del cristal era su casa. Olvidó que hubo una invasión. Olvidó que alguna vez había sido libre. Olvidó su propio nombre. Pero hay una cosa que no olvidó.
            Un día, estando como ya siempre estaba, acurrucado en una esquina mirando al suelo, menos vivo que una planta, oyó un ruido. Le sonó estruendoso, atronador. Con el poco sentido de la cordura que conservaba se dio cuenta de que era porque nunca solía oír nada, y por tanto se había acostumbrado al silencio total. Debería haber significado una novedad increíble para él, un cambio radical en su hábitat. Pero no se movió. No se inmutó. Ya todo le daba igual. Los sentidos para él no suponían ninguna garantía, en esa celda todo era falso, todo era mentira, incluso él mismo. De repente notó que alguien le tocaba. No hizo ningún caso, como le ocurrió con el ruido. Pero era un tacto familiar, deseado.
            Se movió lentamente, vio a alguien a su lado y se echó violentamente hacia atrás. Era ella. No podía ser ella. Tenía que ser otra trampa, otra mentira, otra tortura.
—¿Qué es lo que te han hecho? —dijo.
—Aléjate —respondió él con voz débil por la falta de uso—. No eres real. Estás en mi mente.
—Soy yo. Soy real. Déjame explicártelo.
—¡Aléjate! —chilló.
Se arrastró contra la esquina contraria. Ella fue consciente del calvario que había pasado y se compadeció de él. Decidió esperar y tener paciencia. Tiempo no la iba a faltar.
Paso a paso, fue recuperándole del infierno. Le enseñó a andar, a recuperar el habla y las fuerzas, le recordó quién era, por qué estaba allí y quién era responsable de su situación. Y por encima de todo, le devolvió la dignidad. Llegó un momento en que podía decirse que estaba casi recuperado, aunque esa es una palabra amable, pues difícilmente nadie puede recuperarse de algo así. Ella supo que ya podía contarle qué hacía allí.

—Logré sobrevivir a los ataques iniciales —relató— ocultándome en túneles subterráneos. Durante un tiempo los rastrearon en busca de prisioneros, pero pronto se cansaron y nos dejaron en paz, a mí y a otros que estaban conmigo. Fundamos una pequeña comunidad que subsistía aislada del exterior. No sabíamos qué había ocurrido con la invasión, pero nos temíamos lo peor, por lo que no nos arriesgamos. Vivimos mucho tiempo allí hasta que decidimos aventurarnos y salir furtivamente. Lejos ya, nos encontramos con presos fugados. Contentos por establecer contacto con semejantes, les ofrecimos unirse a nosotros, pero nuestra momentánea euforia se desvaneció cuando comprobamos que estaban locos o profundamente trastornados. No pudimos ser capaces de saber qué les hacían.

Locos, pensó mientras seguía escuchando.
—Tenía la certeza de que tenías que seguir vivo, así que te busqué por todos los bloques de celdas que encontré en mi camino, pero nada. Tardé mucho hasta que averigué dónde te encerraron. Quería sacarte de esta pesadilla artificial, pero era imposible. No teníamos armas, no estábamos preparados para enfrentarnos al enemigo.
—¿Entonces esto no es real?
—No lo es. Lo que ellos hacen realmente es sondear tu mente y buscar el recuerdo más depresivo, negativo que alojes. Acto seguido lo reproducen de manera virtual.
—¿Y por qué estás aquí?
—¿Aún no lo comprendes? Éste es el peor recuerdo de mi vida también.
—Entonces te detuvieron.
—Me entregué. Era la única manera de estar juntos.
—Podían habernos separado. Podían haber razonado que nuestra mutua compañía podía hacernos superar todo esto.
—No parecía probable. Por lo visto estos seres no entienden de amor ni otros sentimientos benevolentes.

Ella siguió con él allí a partir de ese momento. Le habló de su vida en los subterráneos, de cómo lograron huir, de las matanzas que presenció a lo lejos, las nuevas ciudades que se estaban imponiendo. Él escuchaba atento, incapaz de creerse que escuchara a alguien que no fuera su conciencia atormentada.
—En este tiempo hemos aprendido a hablar su idioma.
Pronunció una serie de fonemas absolutamente inentendibles para él.
—¿Cómo se dice su raza en nuestro idioma?
—No tiene traducción.
Lo pronunció despacio. Él lo trató de repetir una y otra vez hasta que empezó a pronunciarlo bien.
—Eso es —dijo ella.
Humanos, repitió él para sus adentros.

Publicado por J. J. Arnau suscribirse a los artículos de J. Javier Arnau: Hay dos momentos claves que marcan su vida; la visión de La Guerra de las Galaxias, y la lectura de El Señor de los Anillos. Bueno, y Galáctica, y Doctor Who, y Asimov, Clarke, Orson Scott Card, Lovecrafft, Poe, Robert Howard, y Star Trek, Espacio 1999, El Planeta de los Simios (la serie),… el rock duro y el heavy metal. De vez en cuando, para desintoxicarse, se mete unas dosis de novela histórica (imaginando un escenario fantástico…). En fin, que ha tenido una vida muy marcada. Y así ha acabado, claro, ¿qué se podía esperar? (Blogs: Por Si Acaso: Previniendo Desastres, Delirios Varios, Currículum Literario)

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