¡Esto es Esparta! Los niños eran apartados de sus madres a los siete años de edad, momento en el que se entregaban al Estado para una educación al servicio de la defensa de la comunidad. Agrupados bajo la severa vigilancia de los más experimentados, ocupaban su infancia en prepararse para la guerra. Los maestros llenaban incansablemente sus horas con pruebas de resistencia y juegos destinados a endurecer cuerpo y espíritu. La vida en familia apenas existía, y la falta de afecto la llenaban con la camaradería en su más amplio sentido. Claro que en la Hélade tomaban los nombres de Pausanias o Leónidas, y no Ender o Alai.
Orson Scott Card, el autor de esta célebre novela, estudió historia antigua tamizada por un credo mormón puro, no en balde nació en Salt Lake City. Card es del tipo de escritor que refleja sin ambages el propósito de convertir su profesión en un instrumento de extensión de sus principios religiosos o políticos -de hecho, el diario El País y Cinemanía, dan la noticia del estreno de la película basada en este libro con un largo artículo sobre la homofobia de Card-. La suma de todos estos factores es la obra El juego de Ender.
La referencia histórica es, como adelanté, más que evidente. El mundo está dividido en la Liga y el Pacto de Varsovia, lo que era muy similar al cosmos griego, que se reunían en torno a Atenas y Esparta también en ligas. La clave social es la ciudadanía, que confiere derechos, entre otros, de expresión. En la novela los hermanos de Ender toman el código de ciudadanía del padre para ejercer derechos que de otra manera no podrían tener. La vida militarizada de Esparta y la “democrática” de Atenas era soportable porque los ilotas, sometidos y carentes de conocimientos y libertad, eran los que desarrollaban el trabajo. Card introduce esta categoría en la novela de distintas maneras y en diferentes momentos; incluso llega a poner en boca del padre de Ender una sentencia esclarecedora: “no puedo concebir que dejemos a la mitad del mundo civilizado como virtuales ilotas”.
Los guiños a la historia de la Grecia clásica son también evidentes cuando en la obra se plantea el uso de la guerra para conseguir la unificación del mundo en nombre de la libertad. En este caso, los insectores (aliens invasores) aparecen al principio como seres vivos uniformes, propios de comuna, inferiores en categoría al ser humano, esclavizados a una reina, una visión que muy bien podría equipararse a la visión que los griegos tenían de los persas, a los que calificaron de “medas”. Sólo luego, los humanos se darán cuenta de que los insectores tienen también una civilización, como los griegos percibieron de los persas tras la derrota de Jerjes. Del mismo modo, Atenas y Esparta quisieron que la defensa de la segunda invasión persa sirviera para unir al mundo griego. Las similitudes históricas continúan, por ejemplo, cuando Card utiliza el nombre de “Demóstenes”, ateniense defensor de la libertad de los antiguos, y de “Locke”, inglés que defendió la libertad de los modernos.
Y en cuanto a las referencias religiosas, sólo quiero citar el recurso al Antiguo Testamento y al típico mesías judío, al salvador. Señalar a Ender en este caso parece algo más que obvio, y la intención religiosa de Card totalmente evidente.
Pero, como dice el famoso frontispicio, “lo que no es tradición es plagio”. La novela engancha, la verdad. Aunque he de confesar que el situar la Escuela de Batallas como el escenario de la trama y hacer de la formación de un niño prodigio el eje de la historia me recordaron a Harry Potter y, en otro plan, a los futboleros Oliver y Benjí. Es excesivo el espacio dedicado al desarrollo de las habilidades de Ender, sobre todo si lo que se quiere resaltar es la soledad, la manipulación y el olvido de los sentimientos.
Porque el juego de Ender tiene dos caras. Una es la finalidad de su existencia, ya que es el “tercero”, el tercer hijo en una sociedad en la que sólo se permiten dos descendientes. Otra es que resulta el único lugar, el de la batalla, el juego, en el que Ender es libre. Pero Card no entra en los temas que se perfilan al principio de la novela: la planificación estatal de las familias, muy al estilo chino y presente en muchas obras de CF, ni la prohibición de las religiones, esa parte imprescindible de la individualidad y, por tanto, de la libertad del hombre. El que los padres de Ender hubieran tenido que renunciar a sus creencias religiosas, y que las practicaran a veces a escondidas es un tema que se desperdicia para darle líneas a las prácticas del juego militar en la Escuela.
La novela me ha gustado. Tiene un tono pesimista, todo metido en un engaño, en el que los malos, como Peter, convertido en Locke y luego en el Hegemon a través de sus artículos en la red, son los que ganan. Valentine, la hermana buena, al servicio de Peter, pierde, al tiempo que la vida de Ender, personaje triste y frustrado, parece desperdiciarse. El contexto no es más halagüeño: un planeta Tierra dividido en dos bloques enfrentados -¡Ay, ese mundo de la Guerra Fría!- que sólo es capaz de unirse frente al enemigo alienígena, un enemigo, los insectores, que no son tan malos como parecían. Buen final, y al parecer peor saga.
Hay quien quiere boicotear el estreno de la película para castigar las opiniones de Card sobre la homosexualidad, a la que califica de enfermedad mental. Será más publicidad para el filme, y, por qué no decirlo, para las asociaciones de gays y lesbianas que se lancen a esto. Yo invito a separar la obra del autor, al igual que escuchamos la música de algunos célebres pirados o drogatas, o vemos el cine de personas que en la intimidad son despreciables.
Publicado en IMPERIO FUTURA
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