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Cambiar la utopía

Por Lino Moinelo a las 9:00 el 16 may 2021 0 comentarios
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¿Qué es la utopía? Lo habitual es pensar en ella como un lugar idílico donde no hay carencias y todo el mundo es feliz. Sin embargo, nadie ha sabido explicar cómo llegar a esa situación. Cuando se ha intentado, el resultado ha sido más parecido a todo lo contrario: la distopía. Una y otra vez la humanidad ha producido ciertos «textos sagrados» que partían de supuestos ideales que se autodestruían a medida se pretendían implementar en la práctica, llegando siempre a la misma reducción al absurdo. Hoy en día utopía es sinónimo de imposible, de inalcanzable, de quimera, como si estuviéramos condenados a sucumbir a nuestros propios defectos una y otra vez sin que la tecnología y la ciencia puedan ayudar más que como parches paliativos. Eso cuando no empeora las cosas aún más. ¿A qué puede entonces aspirar la humanidad? 
la tecnología no produce ni un solo átomo de felicidad
Juan Luis Arsuaga, antropólogo

El mito de la felicidad

Ser feliz parece ser una buena meta que añadir en nuestra hipotética hoja de ruta hacia la utopía. Ahora bien ¿sabemos realmente lo que significa? Cada uno de nosotros podría dar una respuesta, aunque con gran probabilidad esa concepción de felicidad sería distinta y en muchos casos, irrealizable. La «búsqueda de la felicidad» tiende a convertirse así en una competición entre las distintas formas de entender lo que representa ese estado, en una carrera de suma cero en la que para que uno gane han de perder los demás. Todo se agrava cuando por esta ambigüedad la gente confunde felicidad con cualquier satisfacción efímera a la que se llega mediante atajos, caminos cortos llenos de placer atractivo que nos dejan peor en cuanto se desvanecen. La buena noticia es que la ciencia sí tiene métodos para poder distinguir entre unas actividades y otras, gracias a que nuestro cuerpo segrega ciertas sustancias químicas que nos predisponen a enfrentarnos a dichas coyunturas —la adrenalina, por ejemplo—. Estos mecanismos provienen de un pasado evolutivo que en el mundo moderno que nos hemos construido pueden resultar un obstáculo, pero también pueden servir para diferenciar cómo reaccionamos ante estímulos externos. Por un lado, el marcador que sirve para identificar el placer en nuestro cuerpo es la segregación de dopamina, que actúa como un sistema de recompensa, similar a cuando le damos un azucarillo a un animal cuando cumple nuestras ordenes. Esto es lo que hacen con nosotros ciertas técnicas publicitarias cuyo campo de acción se ha visto extendido a las redes sociales: tratarnos como animales, explotar en su beneficio nuestra segregación de dopamina para que cumplamos sus objetivos. La otra cara de la moneda se encuentra en las endorfinas. Estas sustancias son segregadas cuando nos enamoramos o cuando llegamos al orgasmo. También está la opción más prosaica y menos romántica de hacer ejercicio físico. Aunque estas actividades van a producirnos resultados beneficiosos, también producen una euforia que a pesar de la dificultad inicial en conseguir resultados, puede llevar en algunos casos a la adicción al sexo o a la vigorexia. En cualquier caso, la otra noticia es que la felicidad nunca ha sido el estado ideal para el que estamos hechos, al menos de manera permanente. Lo mejor es que nos tranquilicemos, más que nada porque es precisamente este estado emocional el que mejor nos va a permitir enfrentarnos a las vicisitudes que inevitablemente, van a darse durante nuestra existencia.
dado que la felicidad no está vinculada a un patrón particular de función cerebral, no podemos replicarla químicamente

La dificultad de la educación

Decía el filósofo que lo que no te mata te hace más fuerte o que toda crisis es una oportunidad. En la cultura popular también se ha dicho que de los errores se aprende o que la necesidad agudiza el ingenio. A pesar de esta aparente convicción, la humanidad se esfuerza denodadamente en ir en sentido contrario intentando procurarse un entorno absolutamente seguro y predecible. Un sistema «de bienestar» donde existan el menor número de problemas posible —incluso más allá—. Esta sobre-autoprotección puede satisfacer el nihilismo y hedonismo de los adultos, pero ocasiona que los más pequeños se vean privados de conocer cómo es el mundo de verdad, qué puede pasar cuando todo lo que parecía funcionar se viene abajo y hay que replantearlo, así como cuánto cuesta conseguir alcanzarlo y mantenerlo. Evidentemente no se trata de echar los niños al monte y ver cómo se desenvuelven, ni de aplicar métodos espartanos para seleccionar a los más fuertes. No es ni mucho menos trivial ni obvio, pero si algo merece la pena es esforzarse en encontrar la manera de que las generaciones futuras no cometan nuestros mismos errores. Si los adultos conocemos nuestros defectos, debilidades y carencias como seres humanos, así como también se conocen las consecuencias que los traumas infantiles tienen en el inconsciente de los adultos y los métodos para solucionarlos, debemos poder educar para que nuestra descendencia también sea consciente de ellos y puedan prevenir, sino su aparición ya que forma parte de nuestra naturaleza, sí actuar en consecuencia para que sus efectos no superen cierto umbral pernicioso. En definitiva, debemos educar en la autorregulación de nuestra naturaleza más básica, conociéndola y aceptándola, pero sabiéndola controlar.
Dos necesidades elementales se oponen entre sí en estas sociedades: el deseo de tener un refugio seguro en el mar revuelto y la necesidad de ser libre al mismo tiempo
Zygmunt Bauman, filósofo

El mundo físico

Nuestro planeta y las leyes naturales que lo rigen son las que inexorablemente condicionan nuestra existencia, marcada por unos recursos que han de ser obtenidos de él. Se podría decir que el mundo actual está social y políticamente dividido por los pueblos que a lo largo de la historia se han encontrado, bien con los recursos necesarios suficientes ―o han hallado las maneras de obtenerlos― y el resto de zonas del planeta. Igualmente, parece que puede observarse un patrón que a lo largo de los siglos se ha repetido una y otra vez: los que han acumulado más recursos los han usado para obtener más todavía y mantenerlos el mayor tiempo posible, mientras que el resto de pueblos han anhelado parecerse a ellos y repetir el mismo patrón en cuanto han sido capaces. Tal vez esto puede parecer una simplificación, pero el panorama actual no difiere demasiado con unas naciones enfrentadas por el petróleo, por el gas, por el trigo, por la pesca y recientemente, por el litio para las baterías y por los datos y la información, agotando de tal manera el ecosistema que por poco lo dejan inservible. En cualquier caso, el denominador universal común a estos factores que ha aumentado exponencialmente con el paso del tiempo es el del consumo energético. La carrera por los recursos ha ido paralela a la mejora tecnológica para obtenerlos, para doblegar militarmente a quien los tiene o para defenderse de quien los anhela. Y con la tecnología, la energía necesaria para hacerla funcionar ¿Es necesario continuar con este patrón? Si toda la población del planeta tuviera la energía suficiente para poder obtener los recursos necesarios para su subsistencia y un margen necesario para cultivar nuestras inquietudes intelectuales ¿sería el fin de las guerras y de los conflictos, al menos globalmente? Alguien podría argumentar que no es posible ya que no hay medios ni fuentes de energía para abastecer a todo el globo terráqueo, sin embargo, esto no es cierto: existen medios alternativos de obtención de energía que permiten el autoabastecimiento incluso de viviendas nada modestas. Los métodos para obtener agua potable del mar son cada vez más prometedores. Las granjas verticales que permiten el autoabastecimiento urbano sin necesidad del uso de grandes superficies de terreno natural también son opciones válidas. Ahora bien, que nadie piense que nos olvidamos de que el mundo físico también somos nosotros, una especie que dejó atrás la selección natural y con ella una evolución que sólo respeta al más adaptado. Esto ha provocado que la carga genética transmitida de generación en generación de rasgos que no constituyen una ventaja, haya aumentado debido a que no se aplican sobre ellos un mecanismo de selección o filtrado. En determinado momento de la historia, cuando la humanidad fue consciente de su poder sobre la naturaleza, creyó verse legitimada para hacer lo que quisiera con ella, incluidos los miembros de su propia especie. Este fue el germen de la eugenesia, la aplicación de métodos de selección de humanos para mejorar la especie. Esto dicho así suena terrible y en efecto, así lo fue en algún momento cuando convirtieron al ser humano en mero ganado. Pero que no queramos volver a aquellos tiempos no nos debe hacer ignorar el problema que continua estando ahí, un ser humano con cada vez mayores defectos hereditarios acostumbrado a vivir acomodado en un mundo que solo se sostiene a costa de someter a estrés a la naturaleza, la cual acaba respondiendo con pandemias que nos hace a todos recluirnos en casa o de lo contrario, colapsar los hospitales. Afortunadamente, la misma ciencia que ideaba métodos de exterminio «eficaces» pero que bien usada ha logrado encontrar una vacuna en tiempo récord, puede ofrecer soluciones con técnicas y terapias génicas para prevenir y tratar cargas genéticas problemáticas. En definitiva, no hay un obstáculo tecnológico insalvable en cuanto a imaginar a la población del planeta sana y autoabastecida sin causar daño al medioambiente. El problema es otro mucho, muchísimo, más complicado.
lo preocupante no era que se hubiera producido una persona como Hitler sino que no fuéramos capaces de aceptar que también tenemos esa parte maligna en nuestro interior. Es esta represión de la sombra lo que genera violencia en el mundo 
Carl Jung, médico psiquiatra, psicólogo y ensayista

La voluntad política

Podría decirse que la ciencia-ficción distópica se caracteriza por presentar una situación extrema en la que la totalidad de una población indeterminada vive subyugada en un régimen que ella misma tolera. La sociedad responde con una indefensión aprendida por la que no es capaz de articular una defensa o alternativa. El mérito de las obras de este género y lo que las diferencia a su vez, son los mecanismos por los cuales se consigue convertir una sociedad en poco más que un rebaño humano, en el que unos pocos dominan a muchos. En obras como 1984 (George Orwell, 1949) o El Cuento de la Criada (Margaret Atwood, 1985) son el miedo, el autoritarismo y el control de los relatos que forman la memoria colectiva. En las sociedades postuladas en estas obras, sus habitantes no pueden tan siquiera rodear un fuego como antaño mientras relatan leyendas épicas de héroes y mundos fabulosos, por lo que aceptan sus destinos como inevitables al no poder soñar con nada mejor. En otras obras como Un Mundo Feliz (Aldous Huxley, 1931) consiste en la satisfacción permanente, el ocio continuo, la evasión eterna, de manera que la sociedad no se plantea alternativas e igualmente, acepta su sino con alegría. El factor común a estas obras es la conversión de la realidad en la que viven en cárceles ubicuas. Prisiones sin rejas donde no hay más carcelero que los propios individuos, que se convierten así en presos inconscientes. Sus autores crean sus postulados haciendo uso de nuestras características como sociedad, de la clase de vínculos que establecemos entre nosotros, de los roles que creamos y asignamos, asociando y otorgando estatus de autoridad a personas en determinadas situaciones, de las que rara vez se es consciente. Actos reflejos de instintos surgidos en el amanecer de los tiempos, en entornos salvajes opuestos al seguro y predecible mundo actual al que se ha llegado. Intentando protegernos de aquellas amenazas que ya no existen, acabamos convirtiéndonos en nuestro propio depredador. 

La pregunta que podría hacerse es si alguien ha intentado especular con el resto de características que también nos definen como humanos. Facetas que si bien no son tan antiguas como nuestro pasado de reptil, son las que han acabado diferenciándonos del resto del mundo natural. Conceptos que no existían en él creados por el ser humano como igualdad o justicia. Filosofía o ciencia. Ética, altruismo o cooperación también forman parte de nuestras sociedades y en las de algunas especies. Existen obras de ciencia-ficción que tratan estos temas, sin embargo, no son consideradas «verosímiles» de manera que ni siquiera se las agrupa como «género utópico», como si no merecieran el mismo grado de verosimilitud a pesar de estar basadas en conceptos tan reales como los anteriores. Es como si tras siglos y siglos de evolución social todavía siguiéramos fijándonos en nuestro pasado primitivo, como si nos asustara en lo que podríamos llegar a ser y de hecho es probable que seamos: algo que trasciende la naturaleza, individuos con una consciencia con libre albedrío con la responsabilidad de decidir su propio destino. Un hueco que no se ha llenado lo suficiente es el de la especulación realista sobre futuros mejores, sobre futuros ejemplares, y porque no, utópicos. Si el problema es que estamos acostumbrados a un tipo de utopía que no nos sirve como modelo, entonces será necesario cambiarla.


Publicado anteriormente en el blog Al final de la Eternidad

Publicado por Lino Moinelo suscribirse a los artículos de Lino:
Informático y documentalista despistado. Se aficionó a la ciencia-ficción cuando de pequeño le regalaron unos libros infantiles asesorados por el mismísimo Asimov. Tiene un blog dedicado a este género donde vuelca su afición: Al final de la Eternidad. Pudo graduarse en la Escuela de Batalla pero llegó tarde al examen. No obstante, se alistó como voluntario en la Flota Internacional, donde participa desde entonces en misiones interplanetarias de paz.

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