Todos los autores son hijos de su tiempo, y sus obras son en buena medida autobiografías. Joe Haldeman no lo esconde. La guerra interminable se publicó en 1974, por un norteamericano excombatiente de Vietnam. Esto nos dice mucho sobre el contenido de la obra: por un lado, la guerra se presenta como algo estúpido, y, por otro, las preocupaciones y ensoñaciones hippies propias de la época tienen un lugar principal en la obra.
La condena de la guerra es la habitual: el conflicto sin sentido, el desprecio a la vida del soldado, el manejo de los poderosos, los intereses económicos,…; es decir, nada nuevo hasta el punto de que en sus últimas páginas, cuando todas las historias
convergen, confiesa en un párrafo escueto esa definición tópica de la guerra: “La verdad es que la economía terráquea necesitaba una guerra” (p. 288). Llegado hasta aquí, puede ser curiosa la comparación con la obra de Robert A. Heinlein, Tropas del espacio. Haldeman era un veterano de guerra, como lo fue en su día Robert A. Heinlein; claro que éste permaneció en la retaguardia durante la Segunda Guerra Mundial, mientras que Haldeman estuvo en primera línea en Vietnam. Ingeniero civil uno y físico astrónomo el otro. El primero fue criticado por Tropas del espacio porque, al parecer, militarizaba la sociedad futura, y el segundo alabado ya que su obra La guerra interminable era un alegato antibelicista. Leídas hoy no da la sensación de ni una cosa ni de otra.
El segundo elemento a tener en cuenta es la idea de Haldeman referida al desarrollo futuro de la Humanidad. La Tierra aparece en la novela gobernada por las Naciones Unidas, lo que era fórmula común en las aspiraciones pacifistas de los años setenta. El ser humano se va degradando a medida que avanza la obra justamente en aquello que le identifica como tal, y siempre a medida que el Estado se fortalece. El Gobierno es el gran creador, todo lo hace y puede; tanto, que incluso llega a cambiar la mentalidad y la sexualidad de las personas. ¿Por qué? Porque así piensa controlar el crecimiento de la población. El tema de la degradación de lo humano es un tópico de la CF que casi responde a otro tópico: “Cualquier momento pasado fue mejor”. Esa perspectiva negativa es propia, entre otras épocas, de la fase más dura de la Guerra Fría en la que el desarrollo tecnológico y el poderío de las potencias aventuraban un porvenir negro para la Humanidad.
En la novela de Haldeman, el Gobierno, del que no da detalles técnicos, es capaz de mantener un orden nuevo a través de los medios de comunicación y de la droga (la marihuana, cuyo consumo fomenta la administración). El camino parece ser el siguiente: recorte de las libertades, control de las mentes y nueva situación. Y todo se dirige hacia una uniformidad racial, sexual y mental que desemboca en la unicidad: todos son uno. Sólo hay un hombre, el “hombre femenino”, reproducido a millones, que es la destilación de lo más eficaz de las razas humanas.
A mi no me convence esa tendencia a considerar la CF, de manera mecánica, como un género de anticipación. Sin embargo, en el caso de La guerra interminable, las similitudes con la actualidad son curiosas. Me refiero a la sobrevaloración de la homosexualidad, la extensión de las drogas, el control de la información y de la educación, la autocensura y la mengua de libertades al socaire de circunstancias negativas (sean verdaderas o no), y la imposición de lo políticamente correcto que encamina hacia una vida más homogénea y uniforme.
Llama la atención el tratamiento que Joe Haldeman le da a la homosexualidad. Hoy nadie se atrevería, precisamente por ese imperio de lo correcto. Y es que la vincula con el afeminamiento ridículo, e incluso llega a decir que “no me parece natural” (p. 290). Ese desprecio a la homosexualidad forma parte de la defensa de lo natural propia del punto de vista hippie de Haldeman. El hombre, reflejado en el protagonista, William Mandella, es por naturaleza pacífico y heterosexual, dos características que para el autor parecen ser las principales. Esta es la razón por la que cuando termina la guerra tiene lugar el reencuentro con su amor, Marygay (¡Vaya nombre!), y tienen un hijo. El mismo Mandella es el descendiente de una pareja de hippies, que buscando un apellido para su hijo (atribuirle el del padre supone reproducir la sociedad patriarcal) le ponen en el registro civil (¡Vaya contradicción!) el nombre de “Mandala”. Mandala es un símbolo del “cosmos, la mente cósmica, Dios o cualquier cosa”, que se transformó en Mandella porque sus padres no sabían cómo se escribía y el del registro lo anotó como sonaba.
La influencia de esta novela en la CF posterior es clara, y como nota curiosa, su peso es importante en la serie de TV Battlestar Galáctica. La vida castrense en la nave, mixta, alcohólica, promiscua, es igual a la de La guerra interminable. No me extraña, es una gran obra. Muy recomendable.
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