El otro día compré un libro antiguo; viejo que diría alguno con mucha razón. Salía del Pasadizo de San Ginés, en Madrid, abrazado a mi chica y hablando de lo poco que me gusta Valle-Inclán. Nos paramos en la conocida librería que da a la ahora peatonal calle Arenal. Libros a tres, seis, diez y más euros. Eché un vistazo. Hacía una tarde maravillosa, de esas en las que parece posible cualquier cosa. Los títulos de los ejemplares baratos eran graciosos, entrañables y extraños, pasados de moda, propios de otros tiempos. Y allí estaba: “Ciencia ficción, selección 21”, de la editorial Bruguera. El Libro Amigo. 1976. Ja. La portada era como para esconderla. Al fondo se veía un enorme casco, posiblemente de astronauta, y en primer plano gente ataviada con túnicas, asustada, con los brazos en alto porque se les desprendía la cabeza. De su cuello salían tres rayitas para dar la sensación de que se les separaba violentamente. Lo compré, por supuesto. Tres euros. Dentro tiene una novela completa de Jack Vance, El hombre sin rostro, de 1971, y una de esas introducciones de Carlos Fabretti que te hacen creer que el Che va a aparecer paseando por la Puerta del Sol de un momento a otro.
1971. Ese mismo año, Stanislaw Lem daba a la imprenta un libro maravilloso y diferente:
Diario de las estrellas. El gran logro de esta obra es darle el toque aparente de una space opera para tratar cuestiones filosóficas y políticas complicadas, con un inteligente sentido del humor y un pulso narrativo sobresaliente. No se trata de que Lem fuera un escritor del Este, alejado de la presión del mercado; qué va. Es más, en el libro se ven elementos de la new wave, del movimiento de los sesenta, de esa misma rebeldía de la nueva generación de Hungría en 1956, de Praga en el 68, o de Polonia una década después. Lem carga contra el Estado, el totalitarismo y la religión, en una clara reivindicación de lo humano y del individuo, de su libertad e independencia, del conocimiento y la lógica por encima de las burocracias; eso sí, sin separarse de la insoslayable estupidez humana. Y para eso utiliza a Ijon Tichy, un astronauta que no responde ante nadie, con la campechanía que da la verdadera cultura, cargado de buenas intenciones y de sentido común.
En la introducción del libro, Stanislaw nos cuenta que nuestro amigo Tichy es ya un personaje legendario sobre cuya figura y obra se estudia en institutos y revistas. Lo primero que dice es que no son las obras completas de Tichy, lo que explica que no se tengan todos los relatos de sus viajes, contados siempre en primera persona. Las narraciones, hasta seis, tienen el formato de diario de viajes, de explicación de un proyecto viajero a otros planetas y civilizaciones, o la prueba de algún invento, y su resultado. Esto le permite a Lem, como es tradicional en la ciencia ficción, tratar cualquier tema.
El individualismo es abordado con acierto en el primer relato. Tichy tiene la mala suerte de caer en un “remolino espacial”. Para salir de allí necesita reparar su nave, pero un hombre solo no puede. El problema es que dicho remolino provoca su duplicación diaria. Cada jornada aparece un nuevo Tichy. Podría parecer la solución, pero no lo es. Los Tichys, que se nombran por el día de la semana en el que aparecen, compiten entre ellos de forma feroz por cualquier cosa. La incapacidad para ponerse de acuerdo es sorprendente, o no, y las situaciones son bastante cómicas. Cuando ya todo parece estar perdido, resulta que dos Tichys jóvenes, casi unos niños, arreglan el exterior de la nave.
El teocentrismo y la posición del hombre en la creación son puestas en cuestión en el
segundo relato. Tichy es enviado como embajador de la Tierra a la Organización de Planetas Unidos con el objetivo de conseguir el ingreso de nuestro objeto rocoso en dicha institución. La cuestión es que la Tierra es una completa desconocida en el orden interplanetario. El diplomático que defiende su ingreso la llama “Turro”, “Tarracania” y chorradas similares. Es más; cuando le pide a Tichy que le diga algo bueno de la Humanidad, éste no sabe qué decir que no tenga su consecuencia negativa, como la energía atómica. Lo peor es cuando conocemos cómo se produjo la vida en la Tierra: dos aliens borrachos decidieron convertir el planeta en un zoo estrafalario con el único objeto de reírse. Cuando leí esto me acordé del inicio de la película Prometheus, de Ridley Scott.
Esta ausencia de Dios en la creación se repite en los dos últimos relatos. Uno de ellos es un alegato ateo, con el viejo y conocido argumento de cómo es posible que un Dios todopoderoso y bondadoso creara a su imagen y semejanza un ser tan notablemente imperfecto y dañino como el Hombre. Tichy viaja en el tiempo hasta el momento anterior al Big Bang para hacer un cosmos perfecto, pero, nos cuenta Lem con una sonrisa, seguro, unos mezquinos quisieron dejar su impronta y de ahí vienen todos los defectos. “Lo siento –viene a decir Tichy-. La culpa es mía. Debí tener más cuidado”. Esta misma historia se amplía en el último relato, en el que cuenta lo mismo pero de una forma más detallada, especialmente en lo referido a la estulticia humana.
Entremedias otros dos viajes entrañables. Uno en el que se va a probar un invento de un amigo suyo que sirve para acelerar el tiempo. Y para ello acude a un planeta donde hay unos seres que son prácticamente animales. La aplicación de la máquina es un desastre: a medida que esa gente evoluciona la vida se convierte en más dura y triste, llena de ambiciones y falta de libertad. Tichy termina diciendo que prefiere ir un momento de la Historia donde hubiera “democracia”. Esta afirmación de Stanislaw Lem, y otras por el estilo, sostenían su leve oposición a la dictadura comunista en su país. Ese rechazo al totalitarismo, a la presencia del Estado en la vida privada y pública, a la uniformidad de los ciudadanos, está presente en el viaje catorce.
En definitiva, que entre el Max Estrella de Valle-Inclán, y el Ijon Tichy de Stanislaw Lem, me van a perdonar ustedes, especialmente los puretas, pero me quedo con este último.
PUBLICADO en IMPERIO FUTURA
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